El passat dimarts vaig participar al programa de Rtve dedicat a la lectura Página Dos recomanant un llibre que és amor i passió per la gastronomia i que, com passa amb les obres mestres, encara que neixin emmarcades en un gènere concret, la seva qualitat literària fa que trenquin el motlle i passin a la història com a Literatura en majúscules.
El Arte de Comer de Mary Frances Kennedy Fisher recull cinc dels seus llibres i ens ofereix la oportunitat de submergir-nos en un univers de passió, gaudi i profund coneixement i amor per la gastronomia i pel menjar que la seva autora regala, amb un estil esmolat, enginyós, àcid, brillant i cultíssim. Un regal pels sentits. Un llibre obligatori per tots els qui ajusteu el rellotge al so del rugit de les entranyes.

Existen dos clases de libros sobre la comida: los que intentan imitar a Brillat-Savarin y los que intentan no imitarlo. Los primeros sustituyen el ingenio de Brillat por bromas y sus deliciosas anécdotas por recuerdos insulsos. Los segundos son burdos donde él habría sido delicado y prefieren recurrir a las estadísticas más toscas que a las observaciones agudas.
Y los libros en cuanto a lo que hay que comer: también ellos son hijos gemelos de la misma fuente, las primeras recetas escritas de nuestro mundo. Son farragosos, prosaicos, siempre están encuadernados en práctica tela lavable o papel color grava, siempre empiezan con medidas y valores alimenticios y terminan con secciones sobre el cuidado de los inválidos… ¡Cosa bastante extraña en obras tan preocupadas por la higiene! Suelen ser alemanes, ingleses o estadounidenses.
O, si son cortos, tienen un fastidioso forro de papel de seda o celofán e ilustraciones con xilografias “à la mode”. Comienzan con agudezas filosóficas sobre los placeres de la mesa y acaban sugiriendo un menú para la cena íntima que un viejo banquero millonarios, a quien le empiezan a brotar cuernos de la calva, ofrece a siete caballeros que conocen a su esposa. Esos libros suelen ser franceses. Son mucho más entretenidos, aunque menos útiles que sus flemáticos hermanos gemelos.
Para volver a dividir, existen dos penosas variantes de un tema de lo más peculiar: los aficionados a la comida. La primera: que editores entusiastas acostumbran a inflingirnos, cada seis meses por lo menos, aparece en los catálogos en el apartado de Memorias. Sus páginas trastabillan y se derrumban bajo un cúmulo de nombres famosos y cada capítulo exhala un tufo, una embriagadora peste a trufas, Cháteau Yquem y perdices a la fínancière. Una se sienta, con ostensible despreocupación, en una terraza de Montecarlo, cara a cara con tres príncipes, un millonario y una encantadora belleza londinense, ¡santa paciencia! O bien, en un comedor georgiano repleto de ministros que mascan en silencio, intercambia agudezas que, a fuerza de ser repetidas, se convierten en epigramas de fin de siglo. Es de lo más excitante; y dicen que se vende bien.
Su compañero, el otro tipo de libro sobre la gente aficionada a la comida, es a veces más objetable aún. Por lo general está escrito por dos supuestos gourmets, o incluso tres. Incluye lotes de los autores en la puerta de una vieja y pintoresca fonda cerca de Oxford, o bien de una funda pintoresca y vieja cerca de Cannes. Debate en tono serio y con firme autoridad la oposición entre burdeos y borgoñas o el problema de cuándo beber Barsac, y con aplomo exquisito zanja todo lo referente a cosechas, aperitivos y los bárbaros horrores del cóctel. Quizá no haga falta decir que sus autores son jóvenes y rezuman sutileza y gracia intelectual, ni que el libro es resultado de una gira gastronómica en bicicleta.
Ahora escribiré un libro yo.
M.F.K. Fisher, Sírvase de inmediato, 1937

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