Recuerdo el último jabalí que me trajeron a la cocina hará poco más de un mes. La temporada de caza del jabalí ahora ya ha terminado. Entran despellejados y eviscerados, horas después de haber sido abatidos y tras la consiguiente visita al veterinario que certifica que la carne está libre de triquina y de motivos para no ser consumida.
En otras ocasiones se puede tratar de corzos, conejos o perdices.
Mi trabajo es tocar la carne, despiezarla, cortarla y cocinarla, como se hiciera en Tomates verdes fritos, quizás, pero diferente, siempre con un cadáver.
A veces mi hija está mirando. Oliendo, tocando y observando la carne atentamente, y descubriendo infinidad de cosas acerca de la vida que ese animal tuvo. Podemos saber qué comió. Podemos ver marcas de heridas viejas y nuevas, contracturas, quistes y tumores, fracturas sanadas, segun el olor podemos incluso intuir cuál ha sido su vida sexual y en qué momento de su ciclo hormonal se encontraba en el momento de morir si el animal es una hembra.
Los cocineros trabajamos con cadáveres. Procuro tenerlo siempre muy presente, a veces incluso ayudan los comentarios airados que se reciben por una parte de la audiencia al compartir alguna foto en redes sociales. Si han llegado hasta aquí y se encuentran enfermos de descripciones gráficas, por favor, dejen de leer.
Tocamos la carne por debajo de la piel. Eso es #pornfood o pornfood no significa nada. Y la transformamos del mismo modo que el cura transforma la hostia en misa para que el creyente se la pueda comer, como en la canción de Lax’n Busto (tal com a missa fa el capellà, per tenir-la dins me la vaig menjar). La carne que somos es la carne que nos hemos comido. Como si es carne de lechuga: la lechuga estaba viva o no estaba.
Què en penses?